La infancia del hombre que luego escribiría breve
(fragmentos)
Una noche en que soñaba despierto, como siempre, buscaba a
un enemigo en la habitación y lloraba.
Llegó la mañana.
Yo tenía un saquito (no me gusta esa palabra) gris, con
elástico abajo. El gorro de verano tenía un elástico. Las medias también tenían
elásticos, rojos.
Mi abuelo era jardinero en el Palacio Smolni. Un alemán
canoso, corpulento. En su habitación había una azucarera de cristal y objetos
cubiertos de percal oscuro. Detrás de su casa se curva el Neva, y sobre él se
veía algo colorido y pequeño.
No puedo recordar qué era.
No me gustaba que abotonasen y desabotonasen mi ropa.
Recuerdo el gusto del baldecito verde de hierro en los
dientes. En general, el gusto de los juguetes. Desilusiones.
Éramos salvajes y no teníamos educación. Los adultos no
lograban dominarnos. Ellos, en general, no lo logran.
En el extremo de la ciudad, del otro lado del Neva, donde
siempre soplaba el viento, se encontraba la isla Vasílievsky, donde vivía el
tío Anatoli en una casa de color marrón, a una hora y media de viaje. Él tenía
teléfono, y en la fiesta de Pascua servían unos huevos dorados, aunque
desabridos, y pasas de uva azuladas.
Y en la mesa de su pequeña mujer había un triple espejo y
una chanchita rosada de alcancía. La chanchita era para mí el fin del mundo.